Gracias por el fuego

Columnistas
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Por: Juan José Hoyos

Han pasado más de 40 años desde esa noche. Hoy, que se celebra un siglo de su nacimiento, se han convertido en un instante. Y, por momentos, me siento como el mismo periodista joven que llegó a tocar con timidez la puerta de su casa, con la intención de escribir un reportaje sobre su vida y sus libros.

Adentro, se oían voces de gente que conversaba. La casa era vieja y estaba sobre la calle Perú, y yo nunca la había visto. Después de un rato, alguien me hizo pasar. Al fondo, en medio del humo, se podía ver un pequeño salón con algunos sillones y un baúl viejo que servía de mesa. Un hombre muy blanco, de frente ancha y cabello negro, contaba una historia con una voz recia, de campesino, haciendo pausas, con la sabiduría de un viejo contador de cuentos. Mientras hablaba, sostenía en una mano un vaso de ron. Por la cara, supe enseguida que era Manuel Mejía Vallejo.

Esa y las siguientes noches, hablé largamente con él de su vida y de sus libros. Cuando acabé el reportaje, dos semanas después, todo lo que creía haber aprendido sobre el arte de escribir leyendo febrilmente a los escritores del boom se volvió polvo. Ahora sé la causa: haber conocido a un escritor como Manuel, que hablaba de nosotros sin necesidad de impostar la voz; un artista que miraba con sus propios ojos las mismas cosas familiares que todos mirábamos, sin ver, y sabía hallar en ellas la verdad más oculta. Un hombre que nos enseñaba con su vida y su palabra que para ser artista primero hay que ser un hombre…

Quiso el destino que él no fuera uno más de los llamados escritores del boom latinoamericano, a pesar de que sus novelas y sus cuentos tienen la misma calidad. A él se lo consideraba un “escritor regional”, como a Juan Rulfo, en México.

Esto es algo que debemos agradecer los que venimos detrás de él. Lo digo porque la condición de “escritor regional” atribuida a él, nos ha permitido comprender el verdadero valor de los llamados “escritores regionales”, como Fernando González y Tomás Carrasquilla. La expresión “escritor regional” pareciera declarar una limitación. Pero, en el fondo, es tal vez la más grande bendición que un escritor pueda tener: pertenecer a un lugar, echar raíces en él, como los árboles, amarlo, mientras otros andan dando vueltas por ahí.

Una identidad no se encuentra en la superficie. Es un problema de ir a la esencia de las cosas, es un viaje al fondo de uno mismo. Pensé: Manuel está en casa en Antioquia. Qué bueno que los escritores de nuestra región sientan menos la necesidad de expatriarse que otros escritores, como algunos del boom, que perdieron sus raíces lejos de sus países.

Dora Luz, María José, Pablo Mateo, Adelaida, Valeria: ¿qué les digo hoy a ustedes, a quienes el destino cruzó con su vida? ¡Que doy gracias al Dios de la vida por conocer, igual que ustedes, a un hombre, a un escritor, como Manuel Mejía Vallejo! A medida que han pasado los años, el tiempo, que ayuda a decantarlo todo, me ha permitido comprender el verdadero significado de mi encuentro con un maestro como él. También me ha dejado ver. Lo mismo les pasó a algunos escritores jóvenes que se acercaron al fuego que ardía en los libros, en la casa y en el corazón de Manuel. La luz de sus palabras alumbró nuestras vidas, encendió una llama en nuestros corazones. Yo quiero darle las gracias a él, en nombre de todos, por ese fuego.

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